El fenómeno, que despierta elogios oficiales, responde en realidad a la recesión del modelo económico actual. La debilidad del mercado interno, el desplome de la demanda y la pérdida del poder adquisitivo explican por qué el aumento del tipo de cambio no se traslada a los precios con la velocidad habitual.
En condiciones normales, una suba del dólar impactaría directamente en el costo de bienes y servicios. Hoy, sin embargo, gran parte de la población no tiene margen para absorber más aumentos, por lo que los formadores de precios enfrentan una demanda contraída que limita el ajuste.
La desindexación de salarios y jubilaciones, sumada a la política fiscal contractiva, ha consolidado un entorno donde el “pass through” cambiario se debilita no por diseño virtuoso sino por estrangulamiento de los ingresos. El bolsillo ya no aguanta, y eso es lo que modera los precios.
Mientras el Gobierno sostiene que el régimen de flotación administrada permite amortiguar los shocks externos, economistas críticos advierten que el bajo nivel de inflación refleja la incapacidad de consumo, no el éxito de un programa macroeconómico.
En paralelo, las consultoras proyectan que el ritmo de aumento del IPC se mantendría por debajo del 2% mensual. Pero la pregunta estructural permanece: ¿es sostenible esta estabilidad si está sostenida sobre una población cada vez más empobrecida?
El desafío del segundo semestre será revertir la caída del salario real sin desatar presiones inflacionarias. Si el dólar sigue subiendo, y la gente no puede pagar más, el ajuste podría derivar en una mayor recesión, con consecuencias sociales aún más profundas.
Redacción Diario Inclusión.










