Este fenómeno se refleja en el surgimiento del “consumidor sacrificial”, que resigna más de lo que aspira. El consumo, antes asociado al bienestar, se ha convertido en un espacio de tensión. Las familias priorizan gastos esenciales como educación y salud, dejando de lado bienes que antes marcaban su posición social.
La expectativa de ascenso social a través de la educación también se debilita. El 41% de los argentinos cree que vive peor que sus padres, y solo uno de cada cuatro considera estar mejor. Esta percepción está ligada a la caída del poder adquisitivo y la precarización del empleo registrado.
Dos de cada tres argentinos se ubican en el último escalón de la clase media: el 34% se considera clase media baja y otro 34% clase baja alta. Esta autopercepción revela una crisis de identidad, donde los objetos de consumo ya no representan seguridad ni progreso.
Guillermo Oliveto, autor del informe, señala que “el consumo se volvió un espejo de la fragilidad: de disfrutar a resistir, de la ilusión al esfuerzo sin premio”. Sin embargo, destaca que la clase media aún resiste, defendiendo sus símbolos de pertenencia como la educación, el trabajo y la vivienda.
La Fundación Pensar concluye que, pese a la erosión de su poder adquisitivo, la clase media argentina se reinventa. Su resiliencia se expresa en la defensa de valores colectivos y en la búsqueda de estabilidad en medio de la incertidumbre.
✍️ Redacción Diario Inclusión










