Cómo hacía mucho tiempo que no ocurría, la sombra de la Tercera Guerra Mundial volvió a hacerse presente en medio de una estela de preocupaciones, de una angustia creciente y de un desconcierto fatal para prácticamente todos los gobiernos involucrados en la guerra contra Rusia.
La autorización por el gobierno de Joe Biden para que Ucrania utilice misiles de largo alcance entregados por Estados Unidos para atacar objetivos en territorio ruso generó una enorme conmoción a nivel internacional, solo intensificada por la inevitable respuesta desde Moscú en torno a la posibilidad de uso de armamento atómico para hacer frente la creciente y provocadora amenaza bélica incentivada desde la OTAN.
Pese a que en gran medida resultó sorpresiva, y que incluso fue atribuido a la discutible presencia de soldados norcoreanos en la ofensiva de las fuerzas rusas, lo cierto es que este nuevo despliegue bélico ya se encontraba planificado por la Casa Blanca, desde bastante antes de su derrota frente al partido Republicano, y pese a que a la actual gestión sólo le restan dos meses de gobierno.
Una batería de medidas da nueva cuenta del avance de la Alianza Atlántica frente a Rusia. En este sentido, el permiso concedido al gobierno de Volodímir Zelenski para encarar una nueva fase de la guerra a partir del recurso de los misiles ATACMS fue acompañada, además, por la utilización de minas terrestres antipersonales, lo que provocó la protesta de grupos de derechos humanos.
Estas iniciativas también tuvieron su correlato financiero ya que la generosidad de Biden con Zelenski en la entrega de recursos públicos con objetivos bélicos parece no tener límites.
El presidente no sólo le comunicó al Congreso su decisión de cancelar 4.650 millones de dólares de una deuda contraída por Ucrania a principios de año, sino que además prometió concluir la entrega de 7 mil millones de dólares antes de dejar el cargo. De hecho, un día después del lanzamiento de los proyectiles ATACMS, se anunció otro envío a Ucrania, de casi 300 millones de dólares, para la adquisición de drones, municiones y morteros.
De igual modo, Biden aprobó que contratistas militares viajen a Ucrania para dar mantenimiento y reparar los sistemas de armas de fabricación estadounidense. Será la primera vez que un grupo de ingenieros y técnicos se desplace a una región en guerra para ayudar directamente a los ejércitos ucranianos, promoviendo además una nueva transferencia de recursos militares de, al menos, cien millones de dólares, mientras vuelven a dejar en funcionamiento armamento dañado o inutilizado.
La próxima visita de técnicos apunta, principalmente, al mantenimiento de los aviones de combate F16 y de los sistemas de defensa aérea Patriot, fabricados por dos de las más importantes empresas armamentistas estadounidenses: Northrop Grumman y Raytheon.
Sin embargo, la gran ganadora de este nuevo recrudecimiento de la guerra es la corporación Lockheed Martin, responsable de la fabricación de los ATACMS, y una de las principales contratistas del Pentágono. Sólo en solo en 2023, recibió 50 mil millones de dólares por la venta de sus productos, a lo que hay que sumar otros 15 mil millones de dólares por su distribución fuera de los Estados Unidos, lo que la convirtió en la principal fabricante de armamentos a nivel mundial.
A estas alturas, ya no hay dudas de que la industria armamentista fue uno de los más importantes pilares económicos de la administración demócrata.
Según cifras del Pentágono, el impacto de la ayuda militar estadounidense a Ucrania sobre la base industrial del país ascendió a 36.800 millones de dólares hasta el 8 de agosto. Y entre los estados que recibieron más de mil millones de dólares como beneficios por su participación en la industria bélica en Ucrania figuran Alabama, Arizona, California, Florida, Texas y Virginia Occidental.
Con estas medidas, el gobierno de Biden busca no sólo fortalecer la capacidad ofensiva de Ucrania, diezmada por casi tres años de guerra, sino también dificultar la transición hacia el próximo mandato de Donald Trump, exhibiendo para ello una alianza de hierro entre las corporaciones armamentistas y el partido demócrata que, sin duda, podría alterar las posibilidades de solucionar la guerra “en 24 horas”, tal como el caudillo republicano prometió durante la campaña electoral.
Se percibe así una de las primeras dificultades que el próximo presidente republicano tendrá por delante: cómo hará para desactivar la participación de Estados Unidos en la guerra contra Rusia (que no es lo mismo que llamar a la paz entre los gobiernos beligerantes), sin reducir el margen de ganancia de aquellas empresas que sostienen la economía de la nación.
Está claro que una vez que Trump llegue a la Casa Blanca, y con el objetivo de asegurar sus lucrativas ganancias más allá de Ucrania, la industria de la guerra estadounidense necesitará de renovados conflictos, ya sea contra Irán, contra China y, tal vez, en el horizonte latinoamericano.