El colapso de ARSA se suma a una serie de crisis en el sector lácteo, donde la sobreoferta de leche cruda, la caída del consumo interno y la pérdida de competitividad externa han generado un escenario insostenible para muchas pymes. A esto se suman los aumentos en insumos, energía y logística, que erosionan la rentabilidad de las plantas.
ARSA había sido adquirida por inversores ligados a Vicentin y al fondo BAF Capital, quienes prometieron modernización y expansión. Sin embargo, las promesas de capitalización nunca se cumplieron. En los últimos dos años, la planta operó con capacidad mínima, acumulando deudas con proveedores, transportistas y empleados.
El sindicato Atilra denunció la falta de aportes patronales y reclamó sin éxito la preservación de los puestos de trabajo. Los empleados mantuvieron la operación a pulmón, incluso custodiando maquinarias ante el riesgo de desmantelamiento. Hoy, muchos siguen sin cobrar y sin información oficial sobre su futuro.
La marca SanCor, símbolo de la lechería nacional, cedió parte de sus licencias en busca de oxígeno financiero. Pero la falta de control sobre el destino de sus unidades derivó en escenarios como el de ARSA: plantas cerradas, activos abandonados y trabajadores sin respuestas.
La sentencia de quiebra implica el inicio de un proceso de liquidación que podría extenderse durante meses. Mientras tanto, los trabajadores exigen prioridad en el cobro de sus haberes y una intervención estatal que evite el vaciamiento total. No hay señales de reactivación ni pronunciamientos de los inversores.
La historia de ARSA refleja el fracaso de un modelo de inversión que prometía reflotar la producción y terminó profundizando la crisis industrial. Una marca tradicional vuelve a quedar a la deriva, y cientos de familias enfrentan el abandono empresarial y la indiferencia institucional.
✍️ Redacción Diario Inclusión.








